A nadie se le escapa que el lenguaje es parte fundamental e indivisible de la comunicación entre los seres vivos animales. Todo el mundo se comunica y utiliza un lenguaje más o menos complejo. Y también es cierto que el lenguaje viene a completar muchas otras formas de comunicación, como el olor, la fisonomía postural o la exhibición de plumas o adornos de todo tipo. El lenguaje verbal de las personas se distingue por un hecho del todo inusual en el reino animal: la capacidad de establecer y describir conceptos que configuran escenas reales o imaginadas y que, mediante complejos mecanismos, nos han llevado donde estamos.
Xavier Punset, periodista y divulgador científico, tiene publicado un libro titulado “La gente hablando se desentiende” y en él se analizan los motivos por los que el lenguaje hablado -por sofisticado- se presenta todavía como un laberinto científico. Hace unos años se estableció la teoría de que la capacidad de habla de los humanos viene determinada por un gen de nuestro ADN, el FOX P2, lo que los biólogos llaman el «gen del lenguaje» descubierto hacia el 2002 y que es un gen implicado en el movimiento de la musculatura implicada en la vocalización.
¿Pero y qué tiene que ver toda esta ciencia en una columna de opinión sobre marketing?
La primera respuesta es que en esta columna de opinión no siempre hablo de marketing. No, al menos, en términos absolutos. Y la segunda respuesta es: Tiene que ver mucho, ya que una de las áreas más importantes del marketing es la comunicación. Incluso hay quien la considera una disciplina en sí misma y yo podría estar de acuerdo. Y es que el lenguaje no sólo nos permite comunicarnos, también nos afecta a la hora de definirnos. Sí, el lenguaje nos define. Define el individuo – «Quien tiene boca se equivoca » – y define el colectivo.
No voy a entrar en el ámbito del individuo, ya que todas las páginas de este periódico se me harían cortas. También se me harán cortas para hablar del lenguaje de los colectivos, pero aquí os adelanto algunas ideas para la reflexión…
Como colectivo, el lenguaje nos define. Nos otorga categorías, nos clasifica en varias graduaciones.
Por ejemplo, es del todo inverosímil oír hablar a un campesino de «árboles». Ellos hablan de «robles», «encinas», «pinos», «hayas»…. ya que para su supervivencia necesitan identificar cada especie de forma singular. Igualmente ocurre con todos sus elementos cotidianos. Este hecho es usual en la mayoría de oficios. De la misma forma que corre el mito de que los inuits (esquimales) disponen de 100 formas para definir nuestra palabra «nieve». No es cierto, pero si que tienen la necesidad de definir la nieve en múltiples formas, ya que de su nomenclatura y de hacerlo rápido depende su supervivencia o, al menos, su cotidianidad.
El lenguaje es válido para otros colectivos que les ayuda a agruparse identificados en un mismo lenguaje, como la mayoría de «tribus urbanas» o simplemente los jóvenes de todas las sociedades que desarrollan sus propias formas de expresión oral y escrita.
El lenguaje es también necesario para definir ideas abstractas y, de nuevo, para ponerlas en común gracias a eslóganes o exclamaciones, todos con claras intenciones.
Estas intenciones pueden variar de acuerdo al contexto. Así pues, observamos como un mismo eslogan puede tener funciones en código positivo – «¡A por ellos!» – en el caso de unos aficionados del fútbol o en código violento – «¡A por ellos!» -, en el caso de la gente que se lo llamaba a sus fuerzas policiales y militares para que reprimieran por la vía violenta otra gente.
El lenguaje, en su modalidad idiomática, también nos define.
Porque como articulamos el idioma y organizamos las palabras nos define también en lo más profundo de nosotros mismos, nos define en la inteligencia. En todas las inteligencias: la cognitiva y la emocional como mínimo, pero también nos define en la conducta.
No me deja de sorprender que, de forma recurrente, tenemos como sociedad de referencia emprendedora los angloparlantes (nativos o no). El inglés parece el idioma por excelencia de los emprendedores. Fijémonos como en el lenguaje ellos han aprendido a tener autonomía y capacidad de decisión programada. Cuando alguien de habla catalana o española trabaja en una posición en la que hay un jefe, decimos que en el organigrama de la empresa esta «depende» del otro. Este verbo (depender) establece una relación de inferioridad y subordinación. En cambio, los angloparlantes utilizan otra forma: ellos «reportan» a su jefe (to report to …), verbo que establece una relación colaborativa, no estrictamente de dependencia y claramente comunicativa en la relación de ambos.
El lenguaje también es perverso, es como un cuchillo de dos hojas.
Como las matemáticas complejas, el cambio de orden de los factores altera el producto. Un claro ejemplo aprendido este último año es que para unos en España hay «políticos presos» y para otros «presos políticos». Profundizando en el lenguaje y cómo éste es capaz de conformar identidades, ideas y anhelos, deseo pues que éste, con sus particularidades, nos ayude a mejorar nuestras vidas y nuestro clamor nos lleve a que cada uno pueda hablar libremente como le dicte la consciencia y sin miedo a la libertad de expresar ideas, conceptos y reivindicaciones.